DOS NÚMEROS MENOS (Jorge Bucay)
Un hombre entra en una zapatería, y un
amable vendedor se le acerca:
- ¿En qué puedo servirle, señor?
- Quisiera un par de zapatos negros como
los del escaparate.
- Cómo no, señor. Veamos: el número que
busca debe ser... el cuarenta y uno. ¿Verdad?
- No. Quiero un treinta y nueve, por favor.
- Disculpe, señor. Hace veinte años que
trabajo en esto y su número debe ser un cuarenta y uno. Quizás un cuarenta,
pero no un treinta y nueve.
- Un treinta y nueve, por favor.
- Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?
- Mida lo que quiera, pero yo quiero un par
de zapatos del treinta y nueve.
El vendedor saca del cajón ese extraño
aparato que usan los vendedores de zapatos para medir pies y, con satisfacción,
proclama «¿Lo ve? Lo que yo decía: ¡un cuarenta y uno!».
- Usted.
- Bien. Entonces, ¿me trae un treinta y
nueve?
El vendedor, entre resignado y sorprendido,
va a buscar el par de zapatos del número treinta y nueve. Por el camino se da
cuenta de lo que ocurre: los zapatos no son para el hombre, sino que
seguramente son para hacer un regalo.
- Señor, aquí los tiene: del treinta y
nueve, y negros.
- ¿Me da un calzador?
- ¿Se los va a poner?
- Sí, claro.
- ¿Son para usted?
- ¡Sí! ¿Me trae un calzador?
El calzador es imprescindible para
conseguir que ese pie entre en ese zapato. Después de varios intentos y de
ridículas posiciones, el cliente consigue meter todo el pie dentro del zapato.
Entre ayes y gruñidos camina algunos pasos
sobre la alfombra, con creciente dificultad.
- Está bien. Me los llevo.
Al vendedor le duelen sus propios pies sólo
de imaginar los dedos del cliente aplastados dentro de los zapatos del treinta
y nueve.
- ¿Se los envuelvo?
- No, gracias. Me los llevo puestos.
El cliente sale de la tienda y camina, como
puede, las tres manzanas que le separan de su trabajo. Trabaja como cajero en
un banco.
A las cuatro de la tarde, después de haber
pasado más de seis horas de pie dentro de esos zapatos, su cara está
desencajada, tiene los ojos enrojecidos y las lágrimas caen copiosamente de sus
ojos.
Su compañero de la caja de al lado lo ha
estado observando toda la tarde y está preocupado por él.
- ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?
- No. Son los zapatos.
- ¿Qué les pasa a los zapatos?
- Me aprietan.
- ¿Qué les ha pasado? ¿Se han mojado?
- No. Son dos números más pequeños que mi
pie.
- ¿De quién son?
- Míos.
- No te entiendo. ¿No te duelen los pies?
- Me están matando, los pies.
- ¿Y entonces?
- Te explico -dice, tragando saliva-. Yo no
vivo una vida de grandes satisfacciones. En realidad, en los últimos tiempos,
tengo muy pocos momentos agradables.
- ¿Y?
- Me estoy matando con estos zapatos. Sufro
terriblemente, es cierto... Pero, dentro de unas horas, cuando llegue a mi casa
y me los quite, ¿imaginas el placer que sentiré? ¡Qué placer, tío! ¡Qué placer!
Existe una pauta arraigada en nuestra
educación, y forma parte de nuestro ser y estar en el mundo, estructurando
nuestra vida como si fuera una verdad incuestionable:
“sólo se valora lo que se consigue con
esfuerzo”
Y a partir de ahí, todo tiene que hacerse
con un gran esfuerzo…
¿qué van a pensar de mi si no escucho
atentamente aunque me importe un carajo lo que estén contando? ¿Si digo que no
a una petición que no se me apetece conceder? ¿Si me doy el lujo de trabajar
cuatro días a la semana renunciando a ganar más dinero?... Si soy una vaga,
egoísta y negligente, debo esforzarme en “mejorar”…
Bucay termina sus anécdotas con un…
¡EL ESFUERZO… PARA EL ESTREÑIMIENTO!
Así, es. Este mensaje debería ser conocido y comprendido por nuestra cultura occidental.
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