El amor nos duele de cualquiera de las maneras posibles: si
lo tenemos, si no lo tenemos, si lo perdemos, si lo encontramos,…
Cuando una persona se enamora queda sujeta a un espejismo de
ilusiones en el que se refleja el propio YO. La autoestima queda a merced del
otro, la seguridad en sí mismo se regala al otro, la autoimagen y valía depende
del otro. Toda tu vida interior es ese otro.
Esto puede funcionar a la perfección y madurar hasta
establecerse en el tiempo en una relación de amistad, amor e intimidad, que
suponen el Amor Verdadero. Para conseguir esto solamente hemos de haber encontrado
a la persona adecuada, y cuando digo adecuada me refiero a, adecuada para consolidar
nuestra verdadera identidad.
Las relaciones se basan en un toma y recibo, de esta manera
todo lo que yo reciba será porque antes lo ha recibido el otro de mi. Así, nos
convertimos en espejos que se reflejan uno en el otro: o el vacío de uno o el
universo del otro.
El ser humano es un ser social por naturaleza, evolucionado
y adaptado a vivir en compañía. No obstante, esa compañía es más segura si se
trata de un número suficiente que el cerebro pueda controlar: un pequeño grupo
de conocidos. De ahí que el número ideal sería dos, para a partir de ahí,
formar una familia con los individuos que tú decidas. Por este motivo, resulta
tan catastrófico para un cerebro no tener pareja o no haberla tenido nunca. El
cerebro interpreta y anticipa su destrucción y la posibilidad de no ver
extendido sus genes a nuevas generaciones. Esto puede resultar realmente
estresante hasta el punto de hacernos caer en una depresión profunda. Lo cual
resulta paradójico, pues de esa manera tampoco conseguiremos pareja.
Por otro lado, si tenemos pareja, queremos que esta irradie
lo mejor de nosotros, y no nos damos cuenta de que el otro sólo puede irradiar
lo que yo le muestro de mi mismo. Esto también nos duele. Queremos que sea
perfecto, que todo salga bien, que no existan equivocaciones, pero lo cierto es
que lo que más nos duele es que estamos viendo lo peor de nosotros mismos en
esa persona, lo que no aceptamos de nuestro interior o lo que tal vez, nos
encantaría hacer o ser y no nos atrevemos, pero el otro hace o ve, porque lo ve
en nuestro reflejo (recuerda que somos un espejo).
Si perdemos ese amor que tan feliz nos hacía, pues por
supuesto que duele. Duele hasta el punto de que creemos morir de amor. ¿Y ahora
en quien me reflejo? Necesitamos otro espejo inmediatamente, pero nos da pánico
encontrar uno que no nos guste, además estábamos habituados al otro y sabíamos
lo que había. Nuestra autoestima dependía de ese espejo, mi autoimagen era el
otro, mi seguridad era saber que estaba allí. Pero nada de eso es verdad, es
una ilusión que nos hizo creer el otro espejo al ir siempre frente a mi. Cuando
ese espejo desaparece, aparecen millones de cosas que podemos empezar a
reflejar en nuestro interior, lo que nos permite llenarnos y crecer de una
manera maravillosa. Pero hasta que llega ese momento de descubrimiento, duele.
El amor duele cuando lo encontramos, porque comenzamos a
perder otros reflejos que hasta ahora habíamos conocido. Nos encanta nuestro
nuevo espejo y empezamos a creer que no podríamos vivir sin él, pero duele.
Duele para nuestro Ego, duele para nuestro interior, y duele para el mundo
entero perder un reflejo como el mío.
¿Cuál es la solución? Pues es muy fácil. Tenemos que crecer
en nuestro interior de manera que no necesitemos de otro espejo para movernos
por el mundo. Nuestra autoestima debe de ser fuerte y creer en nosotros mismos,
al margen de cualquier otro reflejo. Estar seguros de que lo que enseñamos al
exterior es lo mejor de nosotros mismos, lo que más nos gusta, lo que nos hace
sentirnos orgullosos de ser quienes somos. Así, conseguiremos reflejar en los
demás lo más bonito de nuestro ser, de manera que recibiremos lo mismo que
damos engrandecido por lo maravilloso del otro.
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