"El primer paso de la ignorancia es
presumir de saber".
El psicólogo Ricardo Aragón manejaba
cerca de treinta minutos todos los días, de su casa al trabajo, procurando
siempre tomar un camino diferente, pues odiaba la rutina, mas no tanto como las
comodidades que la vida le ofrecía. De entre todas sus posesiones, apreciaba en
particular su coche. El psicólogo Aragón era dueño de un Porsche negro
metálico, con un sistema de sonido y navegación no menos impresionantes que su
cómodo diseño interior. Cuando el automóvil sufrió una avería, la necesidad y
la prisa por llegar al trabajo lo condujeron una mañana, como en sus años
escolares, a la vieja parada del transporte público, tan poco confortable,
impregnada de olores distintos y desagradables; y también repleta de gente
extraña, como aquellos hombres sudorosos ataviados con saco y corbata, el
mendigo que dominaba con fluidez más de dos idiomas, la señora con sus pavos
camino a la gran ciudad y uno que otro comediante frustrado.
Tras haberse preparado mentalmente para
su arribo, ansiando la milagrosa aparición de un taxi, el reloj le indicaba que
si no partía en ese momento, no llegaría a tiempo al trabajo. Dio entonces el
primer paso en el microbús que lo conduciría hacia su destino. “¡Qué dramático
soy!, mi carro estará listo en unos días, y todo volverá a la normalidad, no es
posible que yo me angustie por algo tan tonto”, se decía a sí mismo para
componer el semblante.
El transporte era en verdad malo, en el
sentido estético: por fuera estaba viejo y sucio; por dentro, angosto,
asfixiante, además de estar adornado al frente con innumerables calcomanías y
osos de peluche. Su segundo paso, debido a tanta distracción, fue fatal. No había
logrado alcanzar el tercer escalón cuando tropezó y cayó justo a los pies del
conductor, un hombre obeso, de barba hirsuta y con la camisa mal abotonada,
quien al verlo resbalar no pudo evitar carcajearse. El psicólogo, molesto,
recogió sus documentos, que se habían esparcido por el polvoriento piso, luego
sacó de su bolsillo la cuota de su pasaje, pagó y le dijo al chofer:
—¿Por qué se rió de mí, en lugar de
ayudarme? Usted no lo sabe, pero yo soy psicólogo y ayudo a las personas a
sanar sus emociones, trabajo con gente difícil, he salvado la vida de personas
al borde del suicidio y matrimonios que se creían destruidos. Cada día me
enfrento a la locura cara a cara, y usted, es solo un chofer de microbús,
¿quién de los dos tiene la vida más patética?
Y el conductor, sin muestra del más
mínimo asombro ante tal argumento respondió:
—Usted.
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